viernes, 3 de septiembre de 2010

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Cuando uno viaja alrededor del mundo, advierte hasta qué grado extraordinario la naturaleza humana es la misma, ya sea en la India o en América, en Europa o en Australia. Esto es especialmente cierto en colegios y universidades. Estamos produciendo, como por medio de un molde, un tipo de ser humano cuyo interés principal es encontrar seguridad, llegar a ser alguien importante, o divertirse con la mínima reflexión posible.

La educación convencional torna extremadamente dificil el pensar independiente. El amoldamiento nos condena a la mediocridad. Ser diferente del grupo o resistir el entorno no es fácil, y a menudo es peligroso en tanto rindamos culto al éxito.

El impulso de triunfar, que implica perseguir la recompensa, ya sea en el mundo material o en la esfera así llamada espiritual, la búsqueda de seguridad interna o externa, el deseo de comodidades... todo este proceso provoca el descontento, pone fin a la espontaneidad y engendra miedo; y el miedo bloquea la inteligente comprensión de la vida. Con el envejecimiento, sobreviene la insensibilidad de la mente y del corazón.

Al buscar bienestar, consuelo, encontramos por lo general un rincón tranquilo en la vida, y entonces tenemos miedo de salir de este aislamiento. Este miedo a la vida, este miedo a la lucha y a una nueva experiencia, mata en nosotros el espíritu de aventura; toda nuestra crianza y educación nos han infundido temor a ser diferentes de nuestro prójimo, temor a pensar de modo contrario al patrón establecido de la sociedad, falsamente respetuoso de la autoridad y la tradición.

Afortunadamente, hay unos cuantos que son serios, que están dispuestos a examinar nuestros problemas humanos, sin el prejuicio de la derecha o de la izquierda; pero en la inmensa mayoría de nosotros, no hay un verdadero espíritu de descontento, de rebelión.

Cuando sin comprender el entorno cedemos a él, cualquier espíritu de rebelión que pudiéramos haber tenido se extingue gradualmente y nuestras responsabilidades pronto le ponen fin.

La rebelión es de dos clases: está la rebelión violenta -que es mera reacción, sin comprensión alguna- contra el orden existente; y está la profunda rebelión psicológica de la inteligencia. Hay muchos que se rebelan contra las ortodoxias establecidas, sólo para caer en nuevas ortodoxias, en más ilusiones y encubiertas autoindulgencias.

Lo que por lo general sucede es que rompemos con un grupo o una serie de ideales, generando así un nuevo patrón de pensamiento contra el cual nuevamente tenemos que rebelarnos. La reacción sólo genera oposición, y la reforma necesita ulteriores reformas.

Pero hay una rebelión inteligente que no es reacción y que llega con el conocimiento propio mediante la percepción de nuestro propio pensar y sentir. Cuando nos enfrentamos a la experiencia tal como se presenta y no evitamos las perturbaciones, sólo entonces, mantenemos la inteligencia altamente despierta; y la inteligencia altamente despierta es discernimiento directo, el cual constituye la única guía verdadera en la vida.

Ahora bien, ¿cuál es el significado de la vida? ¿Para qué vivimos y luchamos? Si se nos educa tan sólo para lograr distinción social, para obtener un empleo mejor, para ser más eficientes, para ejercer un dominio más amplio sobre los demás, entonces nuestras vidas serán superficiales y vacías.

Si se nos educa tan sólo para ser científicos, eruditos apegados a los libros, o especialistas adictos al conocimiento, estaremos contribuyendo a la destrucción y desdicha del mundo.

Si bien existe una más elevada y vasta significación de la vida, ¿qué valor tiene nuestra educación si no nos ayuda jamás a descubrirla? Podemos ser sumamente educados, pero si no hay en nosotros una integración profunda de pensamiento y sentimiento, nuestras vidas son incompletas, contradictorias, y se hallan atormentadas por múltiples temores; y en tanto la educación no cultive una perspectiva unificada de la vida, tendrá muy poca significación.

En nuestra civilización actual hemos dividido la vida en tantas secciones, que la educación tiene poco sentido excepto para aprender determinada técnica o profesión. En vez de despertar la inteligencia integrada del individuo, la educación le incita a amoldarse a un patrón determinado, y así está impidiendo que se comprenda a sí mismo como un proceso total.

El intento de resolver los innumerables problemas de la existencia en sus respectivos niveles, separados como están en diversas categorías, denota una absoluta falta de comprensión.

El individuo está compuesto de diferentes entidades, pero acentuar las diferencias y estimular el desarrollo de un tipo definido de entidad, conduce a múltiples complejidades y contradicciones. La educación debe originar la integración de estas entidades separadas, porque sin integración la vida se convierte en una serie de conflictos y sufrimientos.

¿De qué vale que se nos eduque como abogados, si perpetramos los litigios? ¿Qué valor tiene el conocimiento, si continuamos con nuestra confusión? ¿Qué significado tiene la capacidad técnica e industrial, si la usamos para destruirnos unos a otros? ¿Cuál es el sentido de nuestra existencia si ella nos conduce a la violencia y a la completa infelicidad?

Aunque podamos tener dinero y seamos capaces de ganarlo, aunque tengamos nuestros placeres y nuestras religiones organizadas, nos debatimos en un conflicto interminable.

Debemos distinguir entre lo personal y lo individual. Lo personal es lo accidental; por accidental entiendo las circunstancias del nacimiento, el entorno en que nos tocó criarnos, con su nacionalismo, sus supersticiones, sus diferencias de clases y sus prejuicios.

Lo personal o accidental no es sino momentáneo, aunque ese momento pueda durar toda una vida; y como el actual sistema educativo se basa en lo personal, lo accidental, lo momentáneo, conduce a la perversión del pensamiento e inculca en nosotros los miedos autodefensivos.

Todos hemos sido preparados por la educación y el medio para buscar el provecho personal y la seguridad, y para luchar por nosotros mismos. Aunque lo disimulemos con frases agradables, hemos sido educados por las diversas profesiones, dentro de un sistema basado en la explotacón y el temor adquisitivo.

Una educación semejante debe traer inevitablemente confusión y desdicha para nosotros mismos y para el mundo, porque crea en cada individuo esas barreras psicológicas divisivas que lo mantienen separado de los demás.

La educación no es un mero asunto de adiestrar la mente. El adiestramiento contribuye a la eficiencia, pero no genera integración. Una mente que tan sólo ha sido adiestrada es la continuación del pasado, y una mente así jamás puede descubrir lo nuevo.

Por eso, para averiguar qué es la verdadera educación, tendremos que investigar todo el significado del vivir.

Para la mayoría de nosotros, el significado de la vida como una totalidad, no es de primordial importancia, y nuestra educación acentúa los valores secundarios, tornándonos peritos en alguna rama del conocimiento. Si bien el conocimiento y la eficiencia son necesarios, el hacer hincapié fundamental en ellos sólo da por resultado conflicto y confusión.

Existe una eficiencia que, inspirada en el amor, va mucho más allá y es más grande que la eficiencia de la ambición; y sin amor, que trae consigo una comprensión integrada de la vida, la mera eficiencia engendra crueldad. ¿No es este, acaso, lo que actualmente está ocurriendo en todo el mundo?

Nuestra educación presente está adaptada a la industrialización y la guerra, siendo su principal propósito desarrollar la eficiencia; y nosotros nos hallamos atrapados en esta maquinaria de competencia despiadada y destrucción mutua.

Si la educación nos conduce a la guerra, si nos enseña a destruir o ser destruidos, ¿no ha fracasado completamente?

Para dar origen a la verdadera educación, es obvio que debemos comprender el significado de la vida como una totalidad, y para eso tenemos que ser capaces de pensar, no consecuentemente, sino de manera directa y veraz.

Un pensador consecuente es una persona irreflexiva, porque se ajusta a un modelo; repite frases y piensa conforme a una rutina. No podemos comprender la existencia de modo abstracto o teórico. Comprender la vida es comprendernos a nosotros mismos, y eso es tanto el principio como el fin de la educación.

La educación no consiste tan sólo en adquirir conocimientos, en reunir datos y correlacionarlos; es ver el significado de la vida como una totalidad. Pero lo total no puede ser abordado a través de la parte, que es lo que intentan hacer los gobiernos, las religiones organizadas y los partidos políticos autoritarios.

El objeto de la educación es crear seres humanos integrados y, por lo tanto, inteligentes. Podemos adquirir títulos y ser eficientes desde el punto de vista mecánico, sin que por eso seamos inteligentes. La inteligencia no es mera información; no se obtiene de los libros ni consiste en ingeniosas respuestas autoprotectoras y afirmaciones agresivas.
Una persona que no ha estudiado puede ser más inteligente que una erudita. Hemos hecho de los exámenes y los títulos la norma de inteligencia, y hemos desarrollado mentes astutas que eluden las cuestiones humanas vitales. La inteligencia es la capacidad de percibir lo esencial, lo que es; y la educación consiste en despertar esta capacidad en uno mismo y en los demás.

La educación debe ayudarnos a descubrir valores perdurables, a fin de que no nos aferremos meramente a fórmulas ni repitamos eslogans; debe ayudarnos a derribar nuestras barreras nacionales y sociales en vez de acentuarlas, porque engendran antagonismo entre los seres humanos. Desafortunadamente, el sistema actual de educación nos torna serviles, mecánicos y profundamente irreflexivos; si bien nos despierta intelectualmente, en lo interno nos deja incompletos, atontados y faltos de creatividad.

Sin una comprensión integrada de la vida, nuestros problemas intelectuales y colectivos sólo se ahondarán y extenderán. El propósito de la educación no es producir meros eruditos, técnicos y buscadores de empleos, sino seres humanos integrados y libres de miedo; porque únicamente entre seres humanos así puede haber paz duradera.

En la comprensión de nosotros mismos, el miedo llega a su fin. Si el individuo ha de abordar la vida de instante en instante, si ha de enfrentarse a sus complicaciones, a sus desdichas y exigencias repentinas, debe ser infinitamente flexible y, por ende, debe estar libre de teorías y patrones particulares de pensamiento.

La educación no ha de estimular al individuo para que se amolde a la sociedad ni para que se oponga a ella, sino que debe ayudarle a descubrir los verdaderos valores que se revelan con la investigación imparcial y la percepción de nosotros mismos.

Cuando no hay conocimiento propio, la autoexpresión se vuelve autoafirmación, con todos sus conflictos ambiciosos y agresivos. La educación debe despertar la capacidad de conocernos a nosotros mismos y, de tal modo, no complacernos meramente en la gratificadora autoexpresión.

¿De qué sirve que aprendamos, si en el proceso del vivir nos destruimos a nosotros mismos? Como hemos tenido una serie de guerras devastadoras, una inmediatamente después de la otra, es obvio que hay algo radicalmente erróneo en el modo como educamos a nuestros hijos. Creo que casi todos nos damos cuenta de esto, pero no sabemos cómo afrontarlo.

Los sistemas, ya sean educativos o políticos, no cambian misteriosamente; se transforman cuando hay un cambio fundamental en nosotros mismos. Lo que tiene importancia básica es el individuo, no el sistema; y mientras el individuo no comprenda la totalidad de sí mismo, ningún sistema de la izquierda o de la derecha, podrá traer orden y paz al mundo.


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